Uno de los factores que potencia el perfeccionismo patológico es que nuestra sociedad es cada vez más competitiva. En las diferentes áreas de la vida (profesional, social, personal) se nos exigen metas, con la creencia de que si no se cumplen no seremos felices. Si no soy el que más trabaja, no seré feliz. Si no soy el que más amigos o seguidores tiene en las redes sociales, no seré feliz. Si no tengo pareja o no quiero tener hijos, no seré feliz. Estas creencias nos causan frustración, afectando a la autoestima. También es ser autoexigente nos hace demandar el mismo nivel a los demás, que nos correspondan con el mismo perfeccionismo. Esto nos puede llevara a tener problemas con los demás.
Por lo tanto, se debe ser perfeccionista o exigente cuando realizamos objetivos pero teniendo en cuenta dónde está el límite, sin dejar que sean los protagonistas de nuestro día a día. Además no hay que confundir el bajar el nivel de exigencia con no esforzarnos. El esfuerzo es un valor que nos aporta los resultados de nuestro comportamiento y nos ayuda a ser responsable con nuestras obligaciones.
Patricia Ramírez, psicóloga, aporta una serie de consejos para no exigirnos tanto a nosotros mismos, en el artículo “Lo que pasa cuando ser perfeccionista es un defecto y no una virtud”
(ABC, 2020). Algunos ejemplos son:
- Preguntarnos qué consecuencias tiene ser tan exigente con uno mismo;
- Ser conscientes que es imposible controlarlo todo;
- Entender que ser más perfeccionista no es ser mejor;
- Aprender que la imperfección forma parte de la vida diaria.
En opinión del Dr. Carbonell, estas pautas pueden ayudarnos a entender y aprender a manejar mejor nuestro nivel de autoexigencia y perfeccionismo. Si estos se convierten en el centro de nuestra vida y nos impiden ser felices es recomendable acudir a un profesional de la salud mental para aprender a gestionarlo mejor.